Para una adecuada revitalización de la vida religiosa en el contexto de crisis vocacional e identitaria



Reflexiones de un religioso:

Debemos ser conscientes que la situación que estamos viviendo en la vida religiosa hace necesaria una reestructuración, que llegará o se dará necesariamente, bien obligados por las circunstancias, bien proyectada por nosotros con cierta lucidez y sentido evangélico. Se puede morir sin más, o se puede morir para vivir; se puede ir muriendo poco a poco, poniendo parches  acá y allá que alargan la agonía o retrasan la muerte, o se pueden poner los remedios oportunos para hacer germinar vida nueva y dar paso a una forma revitalizada de vida religiosa.

No cualquier tipo de reestructuración es para nueva vida, sino que hay una reestructuración para una mera supervivencia. Si queremos optar por una reestructuración que haga posible una nueva vida, que revitalice realmente la vida y la misión de los religiosos, debemos tener claro desde dónde debemos partir, qué actitudes debemos tener, en qué estamos dispuestos a cambiar y qué estamos dispuestos a hacer cada uno.

1. El problema de fondo de la vida religiosa hoy es un problema de espiritualidad y si no abordamos esto seriamente, una verdadera reestructuración ni será posible ni servirá de nada. Por eso, se necesita urgentemente la recuperación de una verdadera y profunda experiencia de Dios, una experiencia que ha de ser teologal, es decir, enraizada y centrada en la fe, la esperanza y la caridad. Si no llegamos a recuperar esta dimensión como algo vital, difícilmente podemos cambiar y realizar una reestructuración para una vida nueva.

2. Debemos ser muy conscientes de que la vida religiosa en general se encuentra en una situación crítica. Hay una sensación de que el modelo actual de vida religiosa está tocando a su fin. Todo indica que estamos en un momento crítico (pocas vocaciones, envejecimiento, pérdida de la calidad de vida humana y comunitaria, etc.) y, por lo tanto, urgidos a cambios profundos, orientados por una fidelidad creativa al carisma y a nuestros orígenes. Ante esta situación, podemos sucumbir y dejarnos arrastrar por el pesimismo (algo que no es muy evangélico) o vivirlo con fe como auténtica experiencia pascual; saber morir para vivir y para dejar paso a nueva vida.

3. Ante la situación real que vivimos, puede haber reacciones inoportunas y nocivas, o reacciones esperanzadoras. Algunas reacciones nocivas y estériles serían: ignorar la situación, buscar explicaciones sin fin y eternizarnos en los discursos o el diálogo, buscar culpables o chivos expiatorios para eludir las propias responsabilidades, hacer ejercicios de supervivencia comunitarios o personales… En cambio, las reacciones esperanzadoras serían: hacer ejercicios de sinceración, reaccionar ante la situación, enfrentar la situación y tomar decisiones, aunque nos equivoquemos, pues en situaciones así es preferible equivocarse a quedarse con los brazos cruzados.

4. No es bueno que los cambios sucedan sólo por presión de las circunstancias de crisis vocacional o por factores externos. Sería triste  que sólo nos reestructurásemos obligados por las circunstancias y no por verdaderas motivaciones evangélicas libremente elegidas y asumidas. Los cambios sólo van orientados correctamente cuando van impregnados por una intensa vida teologal y acompañados por una espiritualidad de cambio. Los cambios deberían responder también a una mayor autenticidad de vida, a una verdadera fidelidad al propio carisma, como un abrir puertas a nuevas oportunidades.

5. Hoy necesitamos urgentemente una espiritualidad para el cambio institucional y personal, para la reestructuración a un nivel profundo y global… Un cambio, por lo tanto, no impulsado por la moda, sino por la búsqueda de la verdad. El cambio implica renuncia  a ciertas seguridades, implica siempre riesgo, pero también la posibilidad de crecimiento, En una verdadera reestructuración se requieren muchos cambios institucionales, pero éstos no se podrán dar ni llevar a término con sentido sin los cambios personales: cambios de mentalidad, de hábitos de vida, de comunidad, de ministerios… En este proceso se deberá armonizar también la autonomía de la persona, el discernimiento comunitario y las exigencias de la misión. En ningún caso los cambios deberían estar inspirados por la huída de la responsabilidad, de la convivencia, de nosotros mismos, sino por la búsqueda de una vida y una misión más evangélica y más centrada en el propio carisma. Las resistencias verdaderas al cambio suelen obedecer a una falta de fe, puesto que la mayoría de los miedos surgidos son gratuitos o infundados.

6. Los cambios en la vida religiosa deberían orientarse hacia tres objetivos: recuperar la identidad carismática, recuperar la misión profética y crear condiciones institucionales para que esto sea posible.

- Recuperar la identidad carismática: Es decir, revitalizar el carisma y la espiritualidad propia, revitalizar así mismo la misión que brota del carisma. Nuestra misión básica no es hacer cosas (razón instrumental), sino ser vida religiosa (razón simbólica). Ante todo, debemos ser testigos del Evangelio, maestros espirituales. La comunidad religiosa debe ser centro y fuente de espiritualidad para la Iglesia y para la sociedad. La falsa secularización o la adaptación indiscriminada a los valores seculares nos han hecho insignificantes para el mundo de hoy.

- Recuperar la dimensión profética de la misión: Sencillamente porque a veces se nos instrumentaliza para tareas diocesanas y parroquiales de suplencia. Hemos perdido en gran medida la creatividad y nos hemos acostumbrado a tareas rutinarias de funcionamiento eclesial. La “parroquialización” de la vida religiosa puede significar la muerte de nuestra vida consagrada y también el debilitamiento de la vida cristiana. El gran desafío de la vida religiosa hoy es, sin duda, rescatar su dimensión carismática para poder ofrecer un testimonio profético en la sociedad y en la Iglesia. Para poder rescatar nuestra vida y nuestra presencia carismática, son fundamentales tres cosas: intensificar la dimensión contemplativa o la experiencia de Dios, la vuelta a una pobreza evangélica real y efectiva, y la experiencia teologal de la comunidad. Precisamente esos tres valores corresponden a tres grandes carencias o necesidades del mundo actual: el secularismo y la nostalgia de lo religioso; el ídolo del becerro de oro y la necesidad de  solidaridad; la soledad, el individualismo y la necesidad de comunicación. Esto posibilitará que nuestra presencia en la Iglesia y la sociedad pueda percibirse y valorarse como forma alternativa de vida y de esperanza para los pobres y excluidos.

- Crear condiciones institucionales para hacer posibles los dos objetivos anteriores: Precisamente porque en buena medida los problemas son institucionales, es necesaria una reconversión institucional, que debería prestar atención a algunos problemas:

1) La reducción de obras y aligerar edificios e infraestructuras.
2) Aligerar también las instituciones y obras que someten a sus miembros a una actividad y trabajo excesivos: el activismo voraz no es compatible con la dimensión carismática y profética de la vida religiosa.
3) Aligerar el aparato burocrático y actualizar la organización de las obras y las instituciones para facilitar la vitalidad. En este sentido, es bueno y necesario tener presente  el sentido de Instituto, para no perdernos en el provincialismo o el localismo.
4) Prestar atención a una adecuada ubicación de las comunidades.

Estas letras reflejan una visión realista y clarividente de la situación que estamos viviendo hoy en la vida religiosa, así como también la urgente necesidad que tenemos de reaccionar, hacer algo y tomar decisiones firmes y reflexionadas, que nos ayuden a encontrar una salida a la crisis profunda. De ahí la razón de ser de la reestructuración a nivel general, que supondrá, sin duda cambios estructurales e institucionales importantes. El fin de una verdadera reestructuración debería ser la revitalización de nuestra vida y misión desde una fidelidad creativa al propio carisma. Y esto sólo será posible desde una profunda renovación espiritual, que implica conversión a todos los niveles (personal, comunitaria, provincial), una verdadera experiencia teologal de Dios, una recuperación de nuestra identidad carismática y nuestra misión profética, una recuperación de la calidad de vida comunitaria y de un estilo de vida sencillo y pobre.