Renovarse en el corazón para renovar la vida religiosa



Reflexión de un religioso que me parece interesante compartir:

La renovación de la vida religiosa atañe fundamentalmente al corazón de cada religioso, en cuanto que se decida a serlo con profundidad y con radicalidad. Sin embargo, las circunstancias externas (el envoltorio diríamos) también tienen su importancia.

Vivimos tiempos de crisis. Muchos conventos y casas religiosas ven peligrar su futuro por falta de vocaciones y una comprensible intranquilidad y desasosiego lastran la vida de muchas comunidades. Durante mucho tiempo se ha achacado esta situación a la creciente secularización de nuestra sociedad, o a la falta de compromiso y de valor en los jóvenes de hoy.

Pero, ¿es esta la entera verdad? ¿Están mal los conventos porque no tienen vocaciones, o no será más bien al revés, porque los conventos están mal no tienen vocaciones? Los jóvenes de hoy, como los de todas las épocas, solo comprometen su vida por ideales bellos, sublimes, capaces de seducir a la persona o dotarla de un plan de vida a la altura de dichas inspiraciones. Tal vez el contraste con una realidad mediocre, cuando no simplemente fea o criticable, echa atrás a muchas personas en el camino de su vocación.

La palabra "secularismo", por mucho que la hayamos utilizado, tal vez no sea la más adecuada para describir esta situación. Creo que sería más conveniente hablar de ateísmo. Sí, en nuestra sociedad se difunde un agresivo ateísmo, que ya no utiliza armas violentas sino la seducción de una vida cada vez más cómoda, más placentera y más despreocupada. Lo peor de todo es que este ateísmo puede también haberse infiltrado en los claustros. Siempre que desaparece la centralidad de Dios en las comunidades, y lo sustituimos por otras cosas más asumibles por nuestro entorno, desertamos de nuestro compromiso y rebajamos la calidad de nuestra vivencia consagrada.

Criterios ajenos a la tradición de vida religiosa, nuevas vías que nada tienen que ver con la fe cristiana, puerilidades políticamente muy correctas, o simplificaciones que tienden a extirpar la belleza de un ideal hieren con harta frecuencia las comunidades. Estos conceptos tan abstractos tienen su traducción práctica en absurdos tan lamentables como retiros espirituales con el baile del tango como argumento, el silencio y la meditación cristiana en clave zen, liturgias plagadas de cancioncillas tan sentimentales como ñoñas, oficios divinos en los que se sustituyen las lecturas de los Padres por lecturillas espirituales a la moda, el eneagrama como culmen del conocimiento psico-cristiano del alma, etc. Sin entrar en detalles hirientes, no pueden dejar de sorprender cursos como aquel de espiritualidad de San Juan de la Cruz desde una perspectiva zen; u otros de orientación tan psicológica como escasamente cristiana.

Tampoco faltan ejemplos de comunidades religiosas tan ricas, tan acomodadas a unos bienes históricos y patrimoniales, que para nada necesitan trabajar, pues una pequeña comunidad de religiosos es servida por un ejército de trabajadores. Y, cuando el entusiasmo por sacar adelante honradamente una vida con el esfuerzo de las propias manos es sustituido por una riqueza adquirida y no ganada, se puede dar por normal una vida religiosa hecha de sucesivas veladas en torno a un café con pastas. Evidentemente, ejemplos morales y estéticos tan mediocres son incapaces de atraer a nadie que no busque otra cosa que la seguridad en un futuro humanamente resuelto con ciertos atisbos de piedad.

Por ejemplo, la oración común en el oratorio, si es que se hace, no es simplemente un acto comunitario. La oración común expresa la dimensión eclesial de la comunidad religiosa que, unida a Jesucristo, alaba la gloria de la Trinidad Santa e intercede por las necesidades de todos los hombres. El canto, el cuidado por el lugar sagrado donde se desarrolla la celebración litúrgica, la ordenación del ceremonial y la belleza de los ornamentos, solo son signos visibles que intentan hacer tangible el Misterio que evocan. Pero también en nuestros días muchas comunidades religiosas obligadas al rezo coral (como Órdenes monásticas y mendicantes) han sucumbido a la tentación de prescindir de estos elementos simbólicos, considerándolos como una estética ajena a la sensibilidad actual y que distancia del común sentir del Pueblo de Dios, buscando una pretendida simplificación que, sencillamente, ha conducido a una fealdad que, carente de cualquier sentido simbólico, es incapaz de alcanzar los grados de sublimidad atesorados en la tradición litúrgica.

La estética cristiana implica una objetividad y exige una disciplina. La objetividad se refiere a que dicha estética se fundamente en un lenguaje objetivo, transmitido de generación en generación, que no depende de la voluntad de cada comunidad religiosa y que, por lo mismo, es susceptible de ser comprendida en todo tiempo y lugar. La disciplina alude al esfuerzo necesario para crear belleza recreando, en fidelidad a la tradición, el lenguaje recibido de la tradición. El arte tiende a no ser sencillo; de hecho, se fundamenta en el artificio, es decir, en la elaboración de los elementos simples y naturales, para construir realidades más complejas a través de las cuales se expresa la inefable riqueza del misterio cristiano.

Por eso mismo, la liturgia conventual debiera reformarse en fidelidad a la objetividad y a la disciplina, por más que estos conceptos sean rechazados por la estética contemporánea, o creamos que nos alejan de la comprensión y sensibilidad del común de la gente. Por el contrario, el pueblo fiel suele ser movido más intensamente por la captación de la belleza que remite a un misterio inexpresable, que por la comprensión intelectual de unos contenidos que necesariamente han de ser simplificados y que son incapaces de expresar el misterio sin destruirlo.


Por último, con frecuencia solemos pensar en estructuras, actividades apostólicas y formas de gobierno cuando nos referimos a la renovación de la vida religiosa, y nos olvidamos que ésta sólo puede venir de la renovación de la vida que debemos realizar en nuestro propio corazón, y que con tanta facilidad se acomoda a situaciones fáciles y agradables.

¿Qué criterios deben guiar en esta reforma? Ante todo, aquellos que nos conducen a una mayor intimidad de vida con Jesucristo, y a una mayor decisión de entregar nuestra existencia terrena para poder así compartir la eternidad de amor de la Trinidad, hasta el derramamiento de nuestra sangre si fuera preciso.

El "acomodarse" expresa muy bien los peligros que, tal vez después de muchos años de vida religiosa, corren los religiosos: buscar la comodidad, evitar lo arduo y refugiarse en una mediocridad dorada. Esto no es sino tibieza del corazón. En el Apocalipsis, el Señor amenaza con escupir de su boca a los tibios, que ni son fríos ni calientes. Renovarse implica entonces volver a recuperar el ardor del ideal por el que el religioso lo dejó todo, y eso solo se consigue recuperando la intensa unión del alma con Jesucristo.

Sin duda que muchas de nuestras Órdenes y Congregaciones necesitan hoy de reforma y renovación, y que son ejemplares las nuevas realidades de vida religiosa con los que el Espíritu Santo mantiene vivo el ardor de la vida consagrada; pero más que envidiar estas obras admirables en sí mismas, podemos comenzar por reformarnos y renovarnos a nosotros mismos, insistiendo en la oración, en el regreso a las sanas tradiciones, la autentica vida fraterna y la pobreza real en nuestro modo de vida.