Vivamos nuestra vida religiosa ¡YA!



Transcribo a continuación algunas partes de una carta exhortatoria de un Provincial español de una Orden religiosa a sus Hermanos de Provincia. La carta está fechada en 1939, pero casi todo lo que aparece en ella resulta de gran actualidad, pensando sobre todo en las Órdenes y Congregaciones religiosas “de siempre” que en España están en proceso de reestructuración y revitalización. Este proceso es una oportunidad de oro para purificar lo malo y equivocado, recuperar lo bueno y olvidado, y caminar hacia adelante por la senda de la auténtica vida religiosa. Si leyeran esto en sus múltiples reuniones, quizá les sirviera de alguna ayuda, les aportara algo de luz…

Omito la Orden religiosa en cuestión. En su lugar aparecerá N (póngase el religioso de la Orden que se quiera).

Seamos N

Y esto es lo primero que Dios de nosotros quiere para realizar su obra y resolver y deshacer todas las dificultades: que seamos N viviendo nuestra vida de N. Cada Orden tiene su fin, el fin que Dios, por su Fundador/es, le ha señalado; sólo dentro de ese fin pueden y deben santificarse sus miembros. La Orden que, o por creerle menos alto o pasado de actualidad, sale de su fin, se sale de las manos de Dios y, pues no quiere lo que Dios de ella quería, estorba en la Iglesia y sus miembros, descentrados, se apartan de la santidad en lugar de hacerse santos; lejos de dar gloria a Dios se la roban. Las Órdenes que salen de su fin exige la justicia, según el orden de la Divina Providencia, que desaparezcan sea por consunción o por persecución.

Grandeza de nuestro fin

No es pequeño nuestro fin ni pasado de actualidad. El fin y el espíritu del N es el más hermoso de la Iglesia del Señor y por lo tanto -sin menosprecio ni menoscabo para ninguna Orden- el más grande y hermoso y el de mayor actualidad. Ha sido misericordia del Señor, que, sin merecerlo nosotros, nos ha escogido para este fin; pero ¡qué gran traición sería que debiendo brillar en tanta hermosura, nos alejásemos de ella y dejáramos de seguir la Voluntad de Dios por seguir la nuestra quedándonos con nuestra soberbia por guía, como el ángel rebelde, y como él, por soberbia, saliéramos de las hermosuras del Cielo para vivir en las desesperaciones y negruras del infierno! Cuanto más hermoso es el fin, mayor fidelidad exige el llamamiento

El apostolado

No he de condenar yo y considerar ajeno a nuestra vida de N el apostolado. No debemos abandonar el apostolado, pero lo principal es la vida interior y espiritual y cuando ésta no haya, más vale no salir de la celda porque haríamos más daño que bien.

Cada época de la Iglesia ha tenido un hombre o mujer de Dios renombrado y que pudiéramos llamar el apóstol de su época. Contra las defecciones y debilidades, contra los pecados o injusticias y apostasías se levantaba más que la palabra de aquel hombre la vida, la santidad de vida de aquel hombre.

¡Ah, si el apostolado saliera de almas encendidas, cómo serían ubérrimos sus frutos y no habría hielos en las almas que no se deshicieran ni dureza que no se ablandara! El frío, ¿qué puede dar sino frío? ¿Qué palabra encendida y de estímulo y persuasión a la santidad, a la vida interior, a la oración y abnegación, puede salir de un corazón que huye de la oración y busca solemnidades externas para disculparse que no puede tenerla, que aprecia y busca más hacer una visitilla cualquiera, o que se la hagan, que estar calladito con el Señor? ¡Y nos extrañan aún las defecciones en la Orden!

Nos quejamos de la superficialidad y materialismo de la sociedad, y no reflexionamos que la sociedad es siempre el reflejo de los conventos y sacerdotes, y en ella veremos nuestros defectos. Si está fría la sociedad es porque no sale el calor debido de los conventos, ni hay el número suficiente de víctimas expiatorias que, en holocausto de amor, se ofrezcan a Dios. Si no hay virtudes en la sociedad, es que la santidad no abunda en los conventos y en sacerdotes cuanto debiera; no serán malos, pero no han adquirido la santidad que debían, como Dios lo quiere, como nosotros se lo prometimos. Son estufas mortecinas, los que debían ser hogueras abrasadoras. ¿Por qué, Señor, no cumpliremos lo que prometimos?

Y esto quiere el Señor de nosotros los N, para esto nos llamó: que nuestras obras broten ardientes del calor de la vida interior; no de exhibición y ruido sino de humildad y caridad y vida en Dios. Entonces con una obra se hará más que de otro modo con muchas, porque sin eso todo será martillear en hierro duro. Sea muy en hora buena apóstol el N, que de Dios sea llamado y enriquecido con tal don; pero el don primero es el que da la santidad y vida interior y sin éste, será apóstol, pero no de Dios ni para encaminar las almas a Dios y a la santidad. Las palabras y obras que ejecuta el Santo son santas y siempre fructíferas; palabras y obras de amor que dan luz y calor.

La humildad y la obediencia

Debemos vivir con los pies en el suelo, pero con el corazón y la mirada en el Cielo. ¡Qué vida tan llena y tan hermosa es la del perfecto N! Y cómo enoja a Dios el N que no la vive ni la puede vivir porque en lugar de recogerse y mirar a Dios, que enciende en amor y sobrenaturaliza las acciones, se mira a sí mismo y a las criaturas y saca complacencia propia y orgullo! El orgullo todo lo seca y hace infructuoso.

El orgullo jamás tiene trato con Dios; rebaja y desgasta el alma. No puede haber orgullo y castidad, aunque pretenda encubrirlo la astucia e hipocresía. El trato con Dios da amor, que todo lo suaviza, y humildad, que abre las puertas para recibir la luz del Cielo y oír las suavísimas llamadas e inspiraciones de Dios. El amor de Dios torna al alma suave como el orgullo la hace áspera y dura; pero en el alma vana no crece el amor de Dios ni la limpieza y sumisión del corazón, quedándose ella sola con su propia complacencia, con su aspereza y dureza con su ruindad y su nada.

El N que está obligado a empaparse por la oración diaria en la humildad, menosprecio y obediencia hasta la muerte de Jesús, nada encuentra difícil, porque ha venido a que le labren y todos son instrumentos de Dios para labrarle. ¿Cómo ha de quejarse de un menosprecio, de una obediencia dura si eso le hace asemejarse a Jesús? ¡Qué alegría asemejarse a Jesús en el menosprecio y en la obediencia!

Pero el religioso no tiene que escoger el instrumento, es Dios quien lo escoge; si él pretendiese desecharle porque se le hace duro, porque no es de su gusto, porque es áspero, siempre se quedaría sin labrar y en su propia fealdad y repulsión; al no querer la acción del instrumento de Dios, rechaza su Voluntad divina y se aleja de la santidad en lugar de acercarse, como había prometido. ¡Qué engaño, Dios mío, creer que haré yo santos y humildes a los demás sin ser yo antes humilde y santo!... Y si no busco esto en el apostolado, desgraciado de mi, porque sería no santo religioso de Dios, sino mío y rebelde a Dios; todo lo contrario de lo que Dios de mi quería, ¡Por eso, Dios mío, dadme humildad y con ella vuestro amor y buscaré el imitaros! ¡Y se desarrollará hermosa en mí la vida interior y de espíritu que debe ser mi vida!

Compostura ante Dios y verdadera alegría

La vida del N se desenvuelve toda delante de Dios. Delante de Dios en el coro, en el Oficio Divino, en la oración y con los Hermanos. Todos sabemos muy bien que la repetición en el obrar engendra el hábito, el modal, hasta el carácter. Nuestra vida exige delicadeza, respeto delicado, amoroso, alegre en el Oficio Divino, en la oración, delante del Santísimo en la presencia de Dios, por cuyo respeto San Pedro de Alcántara no se atrevía ni a ponerse la capucha. No sólo exigen estos actos atención interior y respeto; es trato de amor con Dios, y por lo tanto, con porte también externo, delicado, alegre, como de amor. Siempre que estamos delante de Dios, sea en el coro o con nuestros Hermanos en la recreación, o solos en la celda, siempre es el mismo Dios infinito, amoroso, mirándonos y mirándole y siempre ha de ser con respeto de amor efusivo, de amor delicado, de amor alegre e igual.

¡Qué hermosa es la vida del N cuando se la vive íntimamente! Es esencialmente vida de alegría, porque es vida de amor; y porque es vida de amor infinito es vida de alegría inefable. ¡Pobre el N que no la vive porque aún no vive a solas con Dios en lo interior de si mismo la vida de amor, oración y continua presencia de Dios; porque busca y desea cosas que el alma religiosa no puede buscar ni desear, sino que las ha de desechar y olvidar!

La alegría es aliento de Dios en nosotros y pone ansias y anhelos de fortaleza, de soledad, para gozar mejor de ella, pudiendo muy bien decir con Nehemías: “el gozo de Dios es nuestra fortaleza”; porque como la tristeza engendra pesimismos y desalientos, la alegría esfuerza y anima a llegar a la luz de la virtud y de la santidad.

No está contra la alegría nuestra legislación, pero sí quiere que no sea inmoderada, porque en esa inmoderación ya no está la alegría de la santidad. Eso que quiere pasar como alegría, porque tenga el don de la gracia quien lo hace o quien lo dice, pero que se excede en el modo, o en lo inadecuado, está contra la virtud. Dichoso el religioso que enriquecido con la gracia de la narración atrayente, la emplea para alegrar a sus Hermanos santamente e insinuarlos y llevarlos con su gracia al recuerdo de Dios. Dice muy bien nuestra ley: no empleen los religiosos palabras, que, sin ser malas, no suenan ni están bien en la boca del religioso. ¡Es tan fácil a la fragilidad humana abusar de las gracias que Dios concede! Pero los religiosos, que tienen esa gracia y la emplean para difundir palabras que no pueden alegrar a Dios tienen muy grande responsabilidad delante de Dios. Empléenla en alegrar santamente a sus Hermanos, que es muy santa caridad, pero empléenla para hacer amable la virtud, no para emplear lenguaje que sea menos conveniente de las almas espirituales y, con su gracia, extender lo que resulta no sólo falto de virtud sino de educación. No toleren tales cosas los Superiores ni los iguales, sino con caridad, con amor, con constancia adviértanlas en los Capítulos.

Que reine entre nosotros la alegría que supone otras muchas virtudes, como un continuado dominio de sí mismo, desprendimiento del egoísmo en que triunfe nuestra opinión, presencia de Dios, y en esto debemos esmerarnos más, si cabe, los Superiores; porque tengamos un sufrimiento o contratiempo no lo han de pagar los pobres súbditos recibiéndolos o hablándolos con dureza o con enfado. Los Superiores no nos debemos a nosotros mismos sino a los súbditos, que Jesucristo está en los súbditos y hemos de sembrar en ellos la palabra del consuelo. Un súbdito hará mal en impacientarse y en descomponerse, un Superior jamás lo puede hacer, aunque le crucificaran, porque son hijos suyos.

Cuando reina la alegría, como debe reinar, no hay penitencia y aspereza de vida que espante; lo que espanta son las caras alargadas por el mal ceño; espantan a los hombres y a Dios; porque más que todas las penitencias es el dominio de sí mismo y la caridad delante de Dios. La penitencia, como el trato de amor con Dios, llena de íntimo e indecible regocijo. Son la caridad y la alegría dos hermanas siempre abrazadas con efusión. La vida pobre y el dolor, como el sacrificio, nos asemejan a Jesucristo y nos hacen sentir las dulces efusiones de su amor. El alma santa, lleva en sí misma la alegría y todo se le presenta vestido de suave y amable alegría: sonrían siempre con sonrisa franca y de amor.

Vivamos nuestra vida ¡YA!

Vivamos nuestra vida de N ¡ya! El N es ante todo, y sobre todo y siempre, alma de vida interior, alma de oración, de andar en la presencia de Dios; vivir la caridad de Dios y la caridad de nuestros hermanos. Ser predicador, ser escritor, ser director espiritual, ser profesor, etc., son cosas muy hermosas; use bien de esas perfecciones a quien Dios se las diere; pero no es necesario, y la vida interior de oración y devoción es tan imprescindible, que si de ella se carece, no hay N.

Vivamos nuestra vida de N observando con fidelidad y llenos de caridad nuestras leyes hasta en sus más pequeños ápices, porque son ápices del amor y en el amor de Dios todo es grande. Si la vivimos con amor, se nos hará, como lo es, sumamente regalada. Rijámonos por el amor y el amor está dentro, en lo íntimo del corazón, y el corazón escondido dentro del pecho, pero dando vida a todo el ser; no puede sacarse a la luz el corazón y seguir viviendo. Nuestra vida tiene que ser escondida y vivificada en Jesucristo. Es el vuelo hacia la luz, hacia el abrazo amoroso de Dios Nuestro Padre.

No miremos a los Hermanos tibios. Esforcémonos en vivir perfectamente nuestro fin, que si le vivimos, Dios llenará nuestros conventos de almas fervorosas. El que entra religioso entra a ser santo y no quiere otra cosa que una Orden santa y una compañía santa que le enseñen y estimulen a ser santo. Mejor es no entrar que entrar en una Orden decaída y relajada. Pero cuan grande es la gloria del Fundador/es, será terrible la ignominia y afrenta de los que contribuyan al decaimiento, o a deshacer lo que ellos hicieron movidos por el Espíritu Santo. La grandeza de las Órdenes no se mira por su número, sino por las virtudes que en ella se viven. Hermoso es el número, pero mil veces preferible el fervor y más hemos de apreciar ser pocos y fervorosos que muchos, si falta el fervor que el Señor quiere.

Esta vida de amor, de humildad, de oración y abnegación, de delicadeza y alegría es la que yo pido a todos mis amadísimos Hermanos; no nos pide Dios sabiduría, ni altura de discursos, ni don de gentes, sino santidad; y no le prometimos nosotros ser sabios ni andar en cumplimientos de visitas, sino ser santos y para serlo lo dejamos todo; no vinimos para recorrer mundo y conocer ciudades, sino para vivir en el convento con los Hermanos una vida de amor; ésa es nuestra vida; la más hermosa que puede darse, pero la que exige mayor cuidado; ella vivificará nuestras acciones con vida de Cielo y es también la vida de la Iglesia. Sin ella todas las obras resultarán muertas y sin provecho y todo apostolado infecundo y perjudicial. Ella llena de santidad a las almas y pone las virtudes en los individuos y en la sociedad. No hay reforma posible sin ella y todas las virtudes y gracias se desarrollan con su calor.

No que seamos muchos, sino fervorosos y santos; la santidad ha sido siempre el mejor anuncio y la mejor llamada a todas las vocaciones.