La desamortización silenciosa



En la España del s. XIX, los gobiernos liberales asestaron una puñalada mortal a la vida consagrada con las famosas desamortizaciones de los bienes eclesiásticos de Órdenes y Congregaciones religiosas. Las desamortizaciones de Mendizábal de 1836 y de Madoz de 1855, pusieron a la venta pública los bienes monásticos y conventuales de la práctica totalidad de las Órdenes. Los religiosos, y en menor medida las religiosas, fueron expulsados de sus monasterios y conventos, y éstos fueron puestos a la venta junto con sus terrenos. Se quiso paliar así la deuda pública del Estado y crear una inexistente burguesía de clase media que comprara dichos terrenos. La verdad es que la nobleza y los acaudalados de siempre se hicieron con las tierras y edificios, quedando cientos de centenarios monasterios y conventos en la más absoluta ruina material y espiritual. Miles de obras de arte, libros, siglos de tradición… todo desapareció en un par de años. Los monjes y frailes expulsados sobrevivieron a duras penas, unos marchando a sus casas religiosas del extranjero, otros integrados en el clero secular, muchos Hermanos legos en la más absoluta indigencia.

Un obispo español me comentaba hace poco que en la Conferencia Episcopal Española están preocupados por lo que han venido llamando la “desamortización silenciosa” de nuestros días. Ahora no es el Estado quien despoja a los Institutos Religiosos de sus propiedades, sino que son ellos mismos quienes se desprenden de ellas por la tan mentada falta de vocaciones. La crisis vocacional, que afecta a unos/as más que a otros/as, ha generado un incesante goteo de cierre de conventos y casas religiosas en España. Y ahora les toca por igual tanto a hombres como a mujeres. Es cierto que la crisis vocacional hace inviable mantener tantas presencias (como se gusta llamar ahora a las casas religiosas). Y por lo tanto, deben cerrarse para aglutinar a sus miembros en comunidades numéricamente significativas que hagan la vida comunitaria plausible.


En un convento o casa religiosa con un número inferior a seis miembros es dudoso que se pueda vivir la vida en comunidad de un modo aceptable. Ésta es la teoría, pues siguen existiendo algunos conventos de frailes y casas de religiosos/as donde superan la veintena de miembros, y la vida de comunidad (la comunión de vida que no la vida en común) sigue brillando por su ausencia. Los motivos que se podrían aducir que son causa de esta decadencia los dejo a vuestra consideración.

Cerrar una casa religiosa no es plato de buen gusto para ningún Instituto. Lo primero que debemos tener en cuenta es que estas casas no fueron levantadas con el “sudor y trabajo” de sus moradores pasados ni presentes, sino que son fruto de las donaciones de los poderosos de su tiempo y de la humilde contribución de la gente piadosa de a pie. Todos estos monasterios, conventos y casas, siempre tuvieron un fundador o fundadora acaudalado que corría con los gastos gruesos de la construcción. Herencias y patronatos también posibilitaron la construcción de numerosas casas religiosas.

No obstante, la propiedad de dichos edificios son de los respectivos Institutos Religiosos que pueden, y de hecho lo hacen, hacer lo que les plazca con ellos en la mayoría de los casos. Un síntoma de esta soberbia propietaria es el de la venta de las huertas y jardines de los conventos. En el caso de los frailes de las Órdenes Mendicantes esto se convirtió en tónica general. Vendieron las parcelas de huerta y jardín de sus conventos urbanos por precios elevadísimos para construir en dichos terrenos edificios de viviendas, parcelas de garaje, etc. Algunos incluso los cedieron a los aduladores ayuntamientos para espacios públicos de disfrute ciudadano. Estas huertas y jardines, no muy grandes, tenían su razón de ser, pues eran el espacio tradicional de las recreaciones comunitarias (inexistentes hoy), el lugar de esparcimiento y ocio de los religiosos (hoy se esparcen por otros sitios y comparten el ocio del mundo), y el lugar también para el trabajo manual en el cultivo de la tierra. Cuando una comunidad de frailes abandona el trabajo manual es síntoma de aburguesamiento y holgazanería. Su vivir de la Providencia se convierte en vivir a costa de los feligreses y de sus engrosadas rentas bancarias. El resultado de todo esto son conventos encajados entre edificios urbanos, que tarde o temprano serán puestos también a la venta, tal como sucede ahora.


Cuando se cierra una casa religiosa propiedad de un Instituto Religioso, pues algunas casas son de propiedad diocesana y están cedidas, se pueden dar varias posibilidades:

1º) La venta del edificio conventual: Se pone a la venta el edificio y terreno adyacente (si es que lo conserva todavía). La iglesia suele cederse a la Diócesis pero no siempre es así. Si el edificio está catalogado como Bien de Interés Cultural y Artístico se hace imposible su demolición. Lo puede comprar el ente público (que lo transformará en biblioteca, centro cultural, viviendas de protección oficial…) o el privado (que lo suele convertir en hoteles de lujo, spas, resorts, y tonterías del estilo). Parece que gusta mucho eso de transformar los conventos en hoteles, una actividad respetable, pero que en conocimiento del Instituto que vende da qué pensar… Un convento levantado a base de donaciones reconvertido en una empresa privada que busca el lucro, con iglesias transformadas en restaurantes, celdas en suites, claustros en piscinas… horroroso.


Y lo que se paga por dichos edificios son verdaderas millonadas que suelen rondar normalmente entre los 3 y 7 millones de euros. Un amable lector me envía unos datos ilustrativos sobre un Instituto Religioso “tipo”, pues la mayoría están cortados por el mismo patrón. Se trata de las Hermanas de María Reparadora (conocidas como las Reparadoras) que en el pasado supieron siempre bien acercarse a las clases adineradas que construían sus conventos, y que ahora han dado un giro copernicano y son parte de esas monjas super guays y actualizadas, sin hábito, que viven en pisos y que sobre todo han hecho esa “opción preferencial por los pobres y la justicia social”. Algunos datos: ya en 1974 vendieron su convento de Chamartín (Madrid) por 300 millones de pesetas para hacer en él viviendas; en 2005 venden a las Carmelitas Descalzas de Medina de Rioseco su convento de Valladolid por 5,2 millones de euros; y en 2008 venden a Patrimonio del Estado su convento de la calle Torija de Madrid como ampliación del Senado por 36 millones de euros. Sí, habéis leído bien, 36 millones de euros que se embolsan las amigas de los pobres y las causas sociales. Esperemos que con ese dineral hayan hecho algo bueno.

Y como ellas, otros tantos y tantas que han vendido colegios, casas, clínicas, residencias… por millones de euros. Por lo que creo que a este tipo de Institutos no se les debe dar un solo euro para nada. Y más aún sabiendo que en la trastera siguen teniendo en reserva otros tantos edificios para vender en los próximos años.

2º) La cesión a la Diócesis: Algunos Institutos Religiosos suelen ceder sus casas cerradas a la Diócesis correspondiente para que el obispo disponga lo conveniente. Esto suele pasar en algunas ocasiones. Se entrega la propiedad a la Diócesis o se cede temporalmente, a veces de manera gratuita, a veces cobrando un alquiler. En la Conferencia Episcopal Española se comenta que la mayoría de las veces, los Institutos Religiosos se limitan a informar a los obispos del cierre y punto final. Ni siquiera tienen la decencia de considerar a la Diócesis como una compradora a la que se le puede dar el edificio por un coste más bajo que el tasado oficialmente. Y lo venden entonces al mejor postor, eludiendo el bien que podría suponer para la Iglesia que lo rescataría, aunque pagando un precio menor. Los obispos han elevado quejas respecto a esto a la Santa Sede, que da la callada por respuesta. Recordemos que para ventas eclesiásticas superiores a los 600.000 euros se requiere el placet de la Santa Sede. Y así, por este coladero de la insolidaridad eclesial, la Iglesia pierde posibilidades de evangelización, los entes profanos (y a veces declaradamente anticristianos) se hacen con los edificios religiosos, y los religiosos/as se convierten en los mejores clientes de los bancos. Cuando los religiosos ceden sus casas cerradas a las Diócesis, éstas suelen encontrarles nuevos usos al servicio de la Iglesia (como buscar nuevas comunidades que quieran hacerse cargo de ellos). Un ejemplo de cesión desprendida lo constituye el gesto de las Clarisas Capuchinas que cerraron en 2010 su convento de Huesca y lo regalaron a la Diócesis para ubicar en él el Seminario Mayor y la Casa de la Iglesia.

3º) La entrega a otro Instituto Religioso o nueva comunidad: En un gesto de desprendimiento y solidaridad eclesial, algunos Institutos Religiosos o comunidades monásticas que cierran casas, entregan éstas a otros Institutos Religiosos o nuevas comunidades religiosas a cambio de nada o de un pequeño alquiler. La propiedad del edificio sigue siendo del Instituto saliente y se concede al entrante su disfrute mientras se haga cargo de la conservación. Ésta es la mejor opción y la más evangélica, aunque también la menos corriente. También implica un trabajo de búsqueda de alguna comunidad que quiera hacerse cargo de la casa, y a veces, tras esta búsqueda puede no encontrarse ninguna. También puede pasar, y casos los hay, que Institutos “progresistas” no quieren por nada del mundo entregarlas a los denominados “conservadores”. Un ejemplo de esta buena práctica lo tenemos en las Agustinas Descalzas de La Ollería que entregaron en 2010 su convento a las Servidoras del Señor y de la Virgen de Matará, joven comunidad con muchas vocaciones. Es cierto que así no se gana dinero, sino gloria para Dios y bien para la Iglesia.


Después de lo dicho, os exhorto a pensar a qué comunidades religiosas dais vuestros donativos. Los religiosos y religiosas tienen dinero, y mucho. Si no, no podrían pagar cocineros, personal de limpieza, porteros, pedir préstamos millonarios a los bancos para construir esperpénticas parroquias y “universidades místicas”, pasarse la vida viajando de congreso de formación en congreso de formación, con teléfono móvil todos sus miembros, seguros médicos privados, pagar la enseñanza universitaria (la "titulitis crónica")… plagas éstas que se hacen presentes en la práctica totalidad de los conventos y casas religiosas de vida activa. Éstos son los pobres, los que se llenan la boca hablando de la pobreza y de la justicia social, y que sin trabajar viven como los mayores burgueses de este país. Cada casa religiosa que venden los hace más ricos, mientras piden a los pobres fieles que acuden a sus iglesias una limosna para los pobres y sus misiones. Que se lo paguen ellos, que con 1 millón de euros (lo más bajo que se puede encontrar por la venta de una casa religiosa) les da de sobra para vivir.

Un religioso pobre es aquél que vive pobremente, de manera austera, a título individual y comunitario. O que por lo menos lo intenta. Y haberlos los hay. Y lo digo sin ambages: las Hermanas de la Cruz, las Misioneras de la Caridad de la Madre Teresa, los Esclavos de María y de los Pobres… son Institutos en los que tienes la certeza de que aquello que des será para bien de los necesitados o para sostener la vida austera y sencilla de sus miembros. ¿Qué quienes son los que tienen dinero, los que especulan con las casas religiosas que van a cerrar, los incapaces de cederlas a nuevas comunidades, los que gastan alegremente, los que piden insistentemente a los fieles más y más? Pues muy fácil: los de toda la vida, los de siempre, los súper modernos y avanzados cuya media de edad congregacional son los 60 años y más arriba, los dueños del espíritu del Concilio, lo que no están en este blog ni estarán.


Creo que ante la inevitable realidad del cierre de conventos y casas religiosas, sus dueños (que heredaron los edificios) deben hacer todo lo humanamente posible para que dichas casas sigan teniendo la función para la que fueron levantadas: casas de oración, fraternidad evangélica y apostolado. Aunque esto conlleve no ingresar un solo euro. Excepciones siempre las hay, pero no nos engañemos, pocos de los que venden se encuentran en verdadera necesidad de hacerlo. Deben buscarse comunidades religiosas (nuevas inclusive) que los quieran habitar, y que muchas veces lo necesitan verdaderamente. Vender un convento para que sea un hotel o cualquier otra cosa, debe ser la última opción y no la primera como sucede en la realidad. La solidaridad intraeclesial brilla por su ausencia, y su lugar lo ocupan meros intereses mundanos. La comunión con los obispos y la Iglesia local no puede reducirse a informar meramente a los Pastores diocesanos del cierre de las casas. Por no hablar de que una mayor fidelidad a la Iglesia y a los diversos carismas y tradiciones particulares podría paliar la crisis vocacional que los ha llevado a convertirse hoy en día en Institutos-Inmobiliarias.