¡El hábito no hace al monje! Ni a la monja...



En efecto, el hábito no hace al monje. Algunos lectores nos escriben diciendo que dedicamos demasiado tiempo a hablar de la cuestión del hábito religioso, cuando no es verdad. De vez en cuando, muy de vez en cuando, comentamos sobre este tema. También nos dicen que criticamos, faltando a la caridad, haciendo la distinción ramplona entre malos (sin hábito) y buenos (con hábito). Esto tampoco es verdad, porque hemos repetido hasta la saciedad que vestir o no vestir de tal manera no convierte a la persona en sí en fiel o infiel, buen o mal religioso, mucho menos en buena o mala persona. Creemos que el hábito es un INDICADOR de otras actitudes más profundas como son la fidelidad a la ley de la Iglesia, el desasimiento de la modas y costumbres del mundo, el amor a la pobreza, el testimonio visible de la vida consagrada, etc., y todo esto repercute, normalmente, en la lealtad al Magisterio, al carisma del Instituto, a las santas tradiciones, etc., etc.

Es verdad, y mucho, que el hábito no hace al monje. Todos podemos conocer religiosos muy amantes del hábito religioso que luego dejan mucho que desear en cuanto a virtudes humanas. Entonces, ¿para qué les sirve el hábito? Llevar unos faldones con todos sus complementos (escapulario, capucha, correa, rosario, capa o lo que fuera) no santifica de por sí a nadie, y menos al que luego se muestra falto de caridad, se revela prepotente, no escucha al prójimo y siempre se erige en detentador de la verdad. ¿Existen religiosos que llevan el hábito por presumir y aparentar ante los demás? Existen. Y cuidado con la falsa humildad de aquellos que por mucho hábito que lleven pretenden dar una imagen de “santidad y misticismo” en base a posturas y actitudes externas como voz aflautada, excesivo hieratismo en las posturas, cabizbajos perpetuamente, manos siempre recogidas… Ahí no radica la humildad ni la perfección religiosa, sino en la caridad, y una caridad de obras y no de palabras (palabrería).


Hay religiosos que viven como rara avis en sus conventos. Son los únicos que llevan hábito en sus comunidades. ¿Y por ello deberían quitárselo? Pues no. Pero tampoco el hecho de vestirlo debe hacerles creer que son mejores que sus hermanos, aunque normalmente lo sean. Aunque uno lleve el hábito dentro de una comunidad que ya no lo usa, no debe hacerle creer que es inmune a los peligros de la secularización y mundanización. El religioso con hábito también se seculariza y mundaniza cuando desea, y de hecho casi lo hace, vivir más tiempo fuera del convento que dentro, entregado a un sin fin de quehaceres apostólicos y de amistades con seglares. Se va fraguando en él un estilo de vida que poco tiene que ver con la vida religiosa donde el factor fraterno-comunitario es esencial. Un estilo de vida que, ¿quién podrá cambiarlo luego? Este religioso que aspira y sueña con vivir en una comunidad observante, si pudiera hacerlo, ¿aguantaría tal observancia? Puede que sí, pero sería costoso, pues ya lleva muchos años inmerso en una dinámica de autonomía, y como se dice popularmente, de “hacer lo que le da la gana”. Y esto se puede hacer con hábito y sin hábito.


Todo esto lo comentamos para señalar que no estamos cegados con la cuestión del hábito. El hábito es un INDICADOR (que señala, orienta) hacia lo verdaderamente importante. No santifiquemos a los que llevan hábito, ni demonicemos a los que no lo llevan. Hay de todo, como comentan muchos lectores. Lo importante es que el religioso sea humilde, cercano, fiel a la Iglesia, amante de su Instituto, que transmita paz, que diga buenas palabras y no se entregue con frenesí a la murmuración, que vaya con la verdad por delante, que se le vea comprometido con los pobres de Cristo, que sea alma de oración, misericordioso y no juez implacable, comprensivo con los débiles, austero en su vida y gastos personalesPrimero el hombre, y luego el santo. El hábito ante todo esto es secundario, pero “algo” nos dice de quien lo lleva.